domingo, 30 de agosto de 2015

Comparto de modo íntegro mi recién publicada obra, Cardinal. Vale decir que el contenido no puede ser reproducido parcial o totalmente por cualquier medio sin mi previa autorización. 
Con gusto leeré los comentarios de quien guste aportarlos aquí. Saludos.

I

Norte

Su pie como señuelo a Tlaltecuhtli brindó,
quien moraba el océano primigenio, infinito,
del que emergió con hambre, dispuesto a devorarlo,
sucumbiendo a la trampa cuya finalidad
consistía en extender su cuerpo –tierra oscura–;
formar con su cabello los árboles y flores;
a sus ojos lagunas múltiples convertir,
estanques renovados, prestos a no secarse;
a sus fosas nasales transformarlas en ciénagas;
con su curtida piel, crear la yerba menuda;
y montañas y valles, de su chata nariz.
La región del reposo dominó por designio,
y aguardó a los espíritus ataviados con pieles
de ocelotes, sujetos a yugos de madera,
dispuestos a cumplir la sentencia divina
para iniciar las pruebas de rigor que su entrada
a uno de los mortuorios reinos precederían.
Ubicuo, solitarias veredas recorrió,
por donde caminaban temerarios viajeros,
quienes atestiguar podían la aparición
de bultos sin cabeza ni pies que al ir rodando
por el suelo gemían: signos de mal agüero,
que valerosos hombres perseguían y apresaban,
hasta obtener a cambio de su liberación
símbolos de riqueza y prosperidad: espinas.
Poseedor de los campos, en el árido tiempo
ungió en sus palmas tizne de ponzoña y tabaco,
denso betún molido que proteger debía.
Valiéndose de tela de araña descendió
y recorrió las cuevas –del monte corazón–,
y cubrió su nocturna piel con cientos de estrellas;
de colmillos muy curvos fijó su dentadura,
que destrozar nefastos malhechores podía;
sus jóvenes y nobles manos en gran fogata
dispusieron las milpas para alistar la siembra;
tiñó al adusto mayo de un matiz tornasol
y al viento frío cortó con pedernal filoso,
príncipe de contrastes y ambigua condición.
Humeaba de su sien un reflejo metálico
y adornó su tocado sideral de rescoldos;
su mágico semblante de símbolos cubría,
horizontales líneas, amarillas y opacas;
su sitial arrancó del visible horizonte
y en ciertas latitudes reemplazó con su espejo
la planta que perdía por asomarse al sur:
tránsito desigual, obsidiana custodia,
que en regiones lejanas desvaneció sus pasos.
En seca temporada, de lloviznas carente,
su célibe vicario, sin tacha corporal,
saber ejecutar debía la aguda flauta,
a la vez que aspiraba de la pipa el tabaco,
recibiendo alabanzas de la gente al pasar;
por jóvenes comparsas de acólitos guerreros
seguido por doquier, por un año gozaba,
provista por Ome Ácatl, de fastuosa existencia.
Apaciguaban cuatro doncellas sus deseos,
para nupcias contraer en la fecha del Tóxcatl,
con nombres de deidades fijados: Uixtocíhuatl,
Xilonen, Xochiquétzal y Atlatonan, que bellas
permanecían y fieles su encomienda cumplían.
Tzotzocolli: marcial lucía su cabellera,
y ataviado su cuerpo con pedrerías y mantas,
de ciudad en ciudad, junto con sus consortes,
marchaba en procesión hasta arribar al templo;
rompía los cuatro puntos cósmicos y ascendía,
para al fin recostarse, refrendando su vida:
desenlace dictado por Yáotl para servir
como justa advertencia a sus fervorosos súbditos.

Sur

En bola de plumón, prodigio en castidad,
fue engendrado en el vientre de la tierra un guerrero
audaz y vigoroso; la refriega entabló
al nacer y venció con tlacochtlis flamígeros,
he hizo rodar estrellas por la Bóveda, errantes,
y arrojó de cabeza por el poniente curvo
los astros que voraces, convertidos en tigres,
devorarlo querían en sangriento festín.
Condujo, no conforme, la expedición sinuosa,
éxodo proveniente del blanco territorio
que en el lunar ombligo debiera aposentarse,
en el patriarcal lago, sobre un nopal de roca,
donde el árbol sembró cartílago espinoso,
del sacrificio ofrenda, que en el Centro arraigó.
Penalidad sufrieron; mas cumplir la misión,
como pueblo elegido, su caminar mantuvo.
También privó su hazaña al desafiar los peligros
de conducir con lumbre cenicienta al Mictlán
a quienes otorgaron el presidio a los hombres
en la guerra o en el parto; las ánimas que en andas
la serpiente solar condujeron piadosas,
y a dormir conminaron con rebozo calizo
al dios Huitzilopochtli, cuyo triunfo sumó
a la cuenta del día rubor áureo de centli
y quien después, hambriento, reclamó su tributo:
el líquido primario, sustancia viva y mágica,
de la tuna arrancada, latiendo todavía,
que en la indolente piedra chalchíhuatl derramó,
alimento terrible que sació la demanda,
cuyo objetivo fue conseguir las preseas
en florido torneo: cuerpos de albo relieve
y negros antifaces, en escuadrón reunidos
bajo fieros pendones que al combate mandaron
aztaxellis suntuosos con láminas cubiertos,
cascabeles vibrantes que lucieron dorados
en la celebración de la Guerra Sagrada.
En marciales chimallis su estandarte labró;
escudo fue, divisa de plumas de quetzal.
Voceando comandó las huestes fervorosas;
una señal alada brindó para asentarse
en un concreto sitio que florecer vería
la nación soberana de los hombres tenochcas.
“Haced mi adoratorio –su guía les ordenó–
donde aparecer vaya; mi camastro de hierba
construid, que a levantarme vendré junto a la aurora.
De águila cualidad tendréis, conquistadores.
Imponer su dominio deberán a plebeyos
y a quienes habitantes sean del Anáhuac vasto.
De modo que andaréis avasallando al mundo
con fuerza torrencial para cumplir el cósmico
designio, por el Sol demandado a vosotros.
¡Venced!, que recibir lo plácido y fragante,
sea la flor o el tabaco, toda cosa cualquiera,
permitirá la gloria; lo que necesitéis
os dará, como pago a su fortaleza y brío.”
Retumbó la consigna del Colibrí Magnánimo;
a fincar sin tardanza la calli los mexicas
iniciaron tenaces, sobre cimientos rígidos
que sostener debían al jade transparente
y la preciosa plata, de los muros adorno;
culminar, con sudor y sangre, la misiva
valientes procuraron y con triunfal oficio
los cuadrantes del orbe proteger decidieron,
empuñando sus átlats y sus anchas rodelas
para colaborar a mantener el orden,
la armónica existencia de montañas y ríos;
y a enfrentar con tesón a furibundas bestias
que aniquilar deseaban con hocicos enormes
a la estirpe elegida para encumbrar el reino
de inagotable edad, cíclico y floreciente,
de contraste perpetuo; trágico devenir,
encrucijada torva donde viril y estoico
el mexica disputa su destino inmediato:
poseer todas las cosas, mas de nada ser dueño;
mandato pesaroso dado por voluntad
hierática, insondable, que reinicia centurias
hasta el definitivo colapso de los Tiempos.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

II

Lanza tardía,
arco demente por donde se fugan llamas gacelas,
enciende el ocaso cuyo dintel aguarda liebres oportunidades
y engulle victorioso del cazador la flecha.
Noria de rabia y hambre
que ritual improvisa en su brasa múltiple, suicida.
Excedidos amaneceres auspicia en su ánfora,
calcinantes ímpetus envueltos por súbitas chispas
que disuadir su tempestuoso credo disponen
en despojos inasibles, brasas de giros inesperados,
cuya vorágine cobija, sin piedad, las venas
como expiaciones balsámicas del bronce:
disimulo y crepitación de la mirra oriental.

Se conjuran antiguos rumores dentro del pabilo del sauce,
escarmiento espiral que savia balbucea y troncos devora,
ojeras bulliciosas, corteza hirviente, desuello;
su marabunta flameante estragos provoca en la vigilia adusta
del párpado frenético que delira tientos
y contagia de visiones al tuétano impío, sólido arrebato.
Del silbo, el polvo consume en astillas, ciervo suspendido;
el cordel las cenizas arquea y disemina su espuma lumínica.
Antorcha de vejez sacrílega, ritual; predador astuto
que en máscara envuelve sus rasgos, álgidos maderos
cuyo vapor fulmina y ofusca las sogas del roble.

Unge su resina trémula, fósil, en los brazos fornidos;
desborde fúlgido que reserva de la noche su féretro,
torrente amargo de rebelde estructura y desarrollo,
radical matriz escondida bajo la boca del tigre,
invisible en las copiosas llamas del fervor;
trueno, lánguido azote, revés del hacha, cuyo mango devora
un clamor reiterado en hojas roídas: tosquedad,
pérfida y elástica lámpara de perpetuo malabar;
equilibrio rojo, primitivo, rizado en una lúcida cresta,
cerviz gallarda de galvánica expresión que levita;
lengua atroz, hormigueo, cuantioso como espinas,
su robusta caricia por corrompidos cedros se dilata;
hoguera incansable, escindida del leño pagano,
en pétalos descarnados, carbón y materia efervescente;
de los inquietos márgenes de la zarza aprehendidos,
sus ráfagas agrupa la doctrina, la cede en torno
y deposita en la urna volátil su ardor perenne.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

III. MURO

Sobre la faz enjuta del desierto
la dura Esfinge su escara proyecta
y asesta su muñón un golpe incierto
de crepitación dolorosa y abyecta.

En el yunque de sangre se martilla
el derrumbe del obelisco inerte;
es la furia incesante de la arcilla
quien desgasta las lindes de la Muerte.

Frena el coloso vertical y diestro
del éxodo rojizo su trayecto,
granito cuyo desafío siniestro
conjura y muestra su feroz aspecto.

El hormigón por laberintos vibra
al dirigir sus indolentes huellas
por encima de la bélica fibra
taladrada de espantos y querellas.

En la inhóspita muralla se enfrenta
el hombre con sus miedos más arcaicos;
lo cimbra una severa y gris afrenta,
de los presidios ceniza: mosaico.

Del surco de la frente calcinada
ha brotado un sudor que disemina
una épica de carne flagelada,
mazo que fragua la postrera ruina.

Las manos sufrirán, escarnecidas,
en pos de redimir a los cautivos;
mas serán las fronteras abolidas
y los vejados cuerpos, fugitivos.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

IV. VUELO DE CAMPANA

Prisma continental de innumerables vértices y celajes,
empapados en las cascadas amazónicas de sus múltiples filones;
su carne plañidera funde, conmociona y rehace
corolas sutiles, cuyo acero púrpura se tuesta
y bruñe sus coros de un tono mayor a la plata, al castigo.
La demora del entrañable mineral, su combo desarrollo,
no fue en vano,
resulta suya la vibrante maravilla, la lúdica espada
que ondea en naranjos sucesivos,
en el revoloteo sonoro del arca batiente, continua:
papalote de entusiasmo e inercia, lustre de jóvenes hondas.
Del algodón, el henequén y la fibra, escarnecido,

sustrajo el látigo y su infamia tu piel;
sucumbieron las afrentas, el hierro bastardo: herrumbre y oprobio,
hasta quedar sólo tu espalda hollada, redentora,
barro y convicción, doloroso chasquido
que dio golpes al portento del verdugo hasta asfixiarlo,
y mostró desnudos, dignos en la arcilla,
los filamentos de generosa hondura ancestral.
Has congregado el nuevo saludo
sobre fosfóricas yemas de alegría;
deslizaste la esperanza en cruces matinales,
en medallones de fervor y brillantes cuencas;
emblema poliédrico, embeleso de manos solidarias,
acuñar lograron los peregrinos con fanático sello;
talismán y pregón que diseminaron por vírgenes vías,
a través de la marcha y renovación batiente:
zarcillos morenos y solícitos, dijes azabaches,
multitud celeste, collar de granizo.

De notas en vigor y temple cotidiano,
cánticos dóciles de pliegues y sueños expectantes
surgen de pronto en los ecos de urgente aurora;
sobre torcaces y ruiseñores en ascenso, de júbilo cernidos,
heraldos armónicos, palomas que incitaron con sus piruetas
a la cuadriga del Viento;
carroza adornada con ráfagas de oro y rieles angulares,
escudería fastuosa de compases embalados con plata y efemérides;
guitarras de latentes nervios y ritmo pulcro, servidos en porcelana,
tensa vibración cuya textura fulge en plegarias y odas,
luz que alcanza su máximo sentir en esdrújulos pabellones,
columnas benéficas de amor entrelazado, fraternal,
relevos celestes que desfilan en cantos y ascensión
bajo la voz múltiple de signos transparentes.

Frente al horizonte liberado,
con címbalos impresos que retumban e iluminan,
relámpagos frescos de temple americano,
abanicos de inquietud lozana y oscilación revoltosa
que elevan la suave alba
por la cordillera patriarcal del azor y el cóndor,
y por el valle patriarcal del águila mítica,
cuyo despegue abriga del futuro sus leyendas
y reúne en las alas un asomo y atisbo de lucha:
amanecer eterno donde el león sacude su benévola melena.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

V. AUSTRAL

Hacen del cantil las mareas arpegio;
el arrecife, náufrago de arena,
en el sutil vaivén del tiempo regio
baña su aleve canto de sirena.

Brisa coral redobla el sortilegio
amplio de longeva nota serena;
melodía translúcida, azul egregio,
silba quietud en el océano, plena.

Crispan con sal las lejanas corrientes
y encallan, cerúleas, las olas rientes
en riscos, armaduras ancestrales;

empapadas en lúbrica indolencia,
ondulan su esporádica presencia
sobre voces y piélagos australes.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre

VI. CARACOL

En la fresca y solariega mañana,
sube un fúlgido caracol la cuesta;
de su recorrido una savia mana,
a encender hogares está dispuesta.

Incluso en la comarca más lejana
es su concha del porvenir respuesta;
óleo que pule su virtud temprana
y paulatina en los campos recuesta.

Su lisa estela bañó en alegría,
coraza noble de rural templanza
que viaja en espirales todavía.

Anuncia despacio, lenta bonanza,
el próximo arribo del grato día:
dádiva de una tranquila esperanza.

© 2015, Edgar Adrián Loredo Silvestre